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Los nueve últimos días de Laura Luelmo

Apenas dio tiempo a los vecinos de Huelva a poner rostro a la joven antes de que fuese asesinada

La casa del asesino confeso en El Campillo. En vídeo, las primeras imágenes de Montoya detenido y la ira de los habitantes de El Campillo contra él.Foto: atlas | Vídeo: ALEJANDRO RUESGA | ATLAS

De las montañas verdes de pinos y eucaliptos a los paisajes de rojo marciano de las minas. En los 8,5 kilómetros que van de El Campillo a Nerva, la sinuosa carretera dibuja intensos contrastes que ya adelantan de lo que la zona vive: del campo y de la extracción de minerales. Era la naturaleza antropizada que Laura Luelmo siquiera estaba empezando a escudriñar, al volante de su Kia Cerato azul, cuando su vecino Bernardo Montoya acabó con su vida de forma violenta.

Para la zamorana, graduada en Bellas Artes y de 26 años, la que debía ser la primera gran de aventura de su vida laboral acabó de forma abrupta el pasado 14 o 15 de diciembre, dos días después de desaparecer. Apenas diez días después de haber llegado al instituto Vázquez Díaz de Nerva, el pasado 4 de diciembre, para cubrir una suplencia como profesora de Dibujo. Su amor por el sur, le hizo decantarse por presentarse a las oposiciones por Andalucía, según aseguró al director del centro Isidoro Romero a EL PAÍS.

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Luelmo se encontró con el epicentro de una región minera —compuesta por Nerva, Minas de Riotinto y El Campillo— en plena eclosión laboral. No era fácil encontrar casa, así que decidió alojarse en el único hotel del pueblo de su instituto, el también llamado Vázquez Díaz, a pocos pasos del centro educativo. En ese alojamiento de habitaciones sin pretensiones y en las que la gerencia te da las gracias “por compartir la vida” en unos pequeños letreros, se encontró con Casiano Primo González, gerente del lugar.

Primo y Luelmo pronto hicieron “muchas migas”, como asegura el hostelero, dado que los dos comparten orígenes zamoranos. “Era una joven de una amabilidad y sencillez extrema. Incluso se lo comenté a mi mujer: ‘Ha llegado una chica que es todo dulzura”. Fueron apenas dos días en los que la joven durmió y cenó en el hotel en los que ambos compartieron largas charlas: “Me contó que le gustaba el deporte. Necesitaba cariño porque no conocía a nadie aquí”.

Pero, ante la duda de cuánto se prorrogaría la suplencia, Luelmo decidió aceptar el ofrecimiento de una compañera del centro que tenía una casa nueva y sin habitar en El Campillo. El viernes 7 de diciembre abandonó el hotel Vázquez Díaz y le manifestó a su gerente la intención de quedarse durante el puente a hacer turismo por Huelva. Sin embargo, la joven acabó finalmente regresando a Zamora.

Fue el domingo 9 de diciembre cuando llegó a la que iba a ser su nueva casa, en la calle de Córdoba, 13 de El Campillo. La vivienda es una modesta edificación de una planta que fue construida en torno a 2009 por el padre del que acabó siendo su asesino (y antes de que este la vendiese a la compañera de Luelmo). La impoluta puerta de hierro, el brillante encalado blanco y el zócalo gris muestran que la casa apenas tuvo uso. El fulgor de la edificación contrasta con la destartalada presencia de la casa de enfrente, la de su agresor, en Córdoba,1.

En el punto más alto de la calle y justo al lado de la plaza del Arriero, la profesora encontró casa en el que era el antiguo núcleo poblacional de El Campillo, antes de que experimentase la eclosión minera del siglo XIX. Hoy es una barriada periférica con vistas a minas y pinares y tan tranquila que sus vecinos de calle “apenas se ven durante días”, como confiesa un habitante de la vía.

A Luelmo le dio tiempo a vivir apenas tres días en El Campillo. Tres jornadas laborales, desde el lunes al miércoles 12, en las que la joven acudió a su puesto de trabajo en Nerva recorriendo esos 8,5 kilómetros que separan ambos municipios. Ni tiempo dio a sus vecinos de calle a verla. “Yo sabía que había alguien porque veía el coche azul aparcado y luego no”, reconoce una residente en el edificio colindante.

El miércoles 12 la profesora repitió el camino para ir al instituto. Allí, el camarero de la cafetería del centro recordaba cómo le puso “su último café mientras hablaba con una compañera”. A bordo de su Kia Cerato, la zamorana regresó al pueblo al final de su jornada laboral. Atravesó los enclaves mineros y pinares y aparcó en la calle paralela a su domicilio. Nunca más volvería a mover su vehículo ni a ver esos paisajes. Era el día de la desaparición.

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