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El antecedente de 1876 por la disputa de los votos que impuso la segregación racial

Nadie ha discutido los votos del Colegio Electoral desde el final de la guerra civil estadounidense

Guillermo Altares
Acto de inauguración de la presidencia de Rutherford B. Hayes, en Washington en 1877.
Acto de inauguración de la presidencia de Rutherford B. Hayes, en Washington en 1877.Cordon Press

Las imágenes de una turba ultraderechista, azuzada por el presidente saliente Donald Trump, asaltando el Capitolio son, sin duda, insólitas y resultaban difíciles de imaginar antes de que ocurriesen el miércoles. Sin embargo, hunden sus raíces en décadas de negación de la democracia por una parte pequeña, pero significativa, de la sociedad estadounidense: carecen de precedentes, pero sí tienen un pasado.

En Estados Unidos, como en muchos países democráticos, existe una larga tradición de elecciones disputadas y de denuncias de fraude, aunque nunca hasta ahora se había asaltado el Parlamento para tratar de revertir un resultado electoral. Algunas son tan conocidas que se han convertido en un tópico, como los tejemanejes con la mafia del padre de John F. Kennedy para que ganase el crucial Estado de Ilinois, que finalmente le dio la presidencia. El tongo fue muy sonado; de hecho, aparece en películas como la última de Martin Scorsese, El irlandés, pero el perdedor, Richard Nixon, desistió en sus recursos. Las primeras elecciones que ganó en 2000 George W. Bush, gracias a un puñado de votos en Florida, un Estado gobernado por su hermano, también provocaron una profunda controversia, pero Al Gore reconoció también su derrota tras una sentencia del Tribunal Supremo.

Historiadores y periodistas sostienen que el precedente más cercano a la disputa planteada por Trump, basada en mentiras y en contra de todas las evidencias, se encuentra en las presidenciales de 1876, donde también se produjo un enfrentamiento en torno a los votos del Colegio Electoral –el presidente no es designado por sufragio directo, sino por delegados de los Estados elegidos por sufragio universal–, aunque en aquella ocasión no se produjeron disturbios. Sin embargo, entonces como ahora, lo que late detrás de aquel choque es mucho más profundo y terrible: la negación del derecho a la representación política de una parte de la población, las minorías, sobre todo los afroamericanos.

Hay que frotarse los ojos antes de confirmar que es real la foto de un tipo con el torso desnudo, lleno de tatuajes, tocado con un gorro de piel con cuernos de bisonte, ocupando la tribuna presidencial del Congreso de EE UU. Sin embargo, la estética paramilitar, las banderas sudistas, las camisetas nazis con el lema “Camp Auschwitz”, el culto a las armas y, sobre todo, la defensa del racismo institucional son aberrantes, pero no sorprendentes. Pertenecen a aquellos a los que Trump dijo la noche del miércoles “sois muy especiales, os queremos”, pero también a los que se negó a condenar cuando otra turba neonazi, simpatizante del Ku Klux Klan, atacó en Charlottesville en 2017 a manifestantes izquierdistas y de Black Lives Matter.

Trump nunca ha ocultado su identificación con el supremacismo blanco, de hecho, uno de sus principales argumentos contra la presidencia de Barack Obama fue promover la falsedad de que no había nacido en Estados Unidos aunque, en realidad, lo que pretendía decir es que, al ser negro, no tenía derecho a ocupar la Casa Blanca. El rechazo del resultado electoral por parte del presidente saliente también tiene que ver con el racismo, con la negación de que todos los votos valen lo mismo. De hecho, una de las batallas políticas más persistentes de EE UU es la resistencia republicana al registro de votantes que afecta sobre todo a los negros, aunque también a los hispanos. Precisamente, el vuelco en los resultados de Georgia, que ha entregado el Senado a los demócratas, se ha podido producir tras 10 años de lucha de la activista Stacey Abrams para registrar votantes negros.

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Ese larguísimo combate tiene su origen en aquellas presidenciales de hace 150 años. Como recuerda en una crónica el corresponsal en la Casa Blanca de The New York Times, Peter Baker, “aquellas elecciones de 1876 fueron las más disputadas en la historia estadounidense y seguramente las que tuvieron mayores repercusiones”. La paradoja, recalca Baker, es que casi nadie se acuerda de los dos protagonistas de aquella pelea, el republicano Rutherford B. Hayes, que se llevó la presidencia un año después de la votación, y el demócrata Samuel J. Tilden, pese a su perdurable huella en la política estadounidense.

Marcha de supremacistas el 11 de agosto en Charlottesville, en 2017.
Marcha de supremacistas el 11 de agosto en Charlottesville, en 2017.Alejandro Álvarez (News2Share via REUTERS)

La disputa, a la que hizo referencia Ted Cruz, uno de los pocos senadores republicanos que han seguido a Trump en su carrera de denuncias falsas hacia ninguna parte, estalló cuando demócratas y republicanos de tres Estados del sur, Luisiana, Carolina del Sur y Florida, enviaron diferentes delegados porque no reconocían el resultado del otro. Los tres territorios estaban ocupados todavía por las tropas de la Unión: la Guerra de Secesión había terminado en 1865. La disputa se resolvió en 1877: los demócratas, entonces racistas, aceptaron la derrota a cambio de que el Ejército de la Unión se retirase del sur del país y se acabase la llamada política de reconstrucción, que pretendía dar derechos a los negros, que hasta hace nada habían sido esclavos.

“El trato final fue que los republicanos obtuvieron el control de la Casa Blanca”, ha explicado el profesor de la Universidad de Columbia Eric Foner, experto en la época, a la revista Law&Crime. “Se reconoció que los demócratas tenían el control de todo el sur, y eso llevó a la lenta, no inmediata, pero sí lenta, imposición de lo que llamamos el sistema de Jim Crow y finalmente a quitar el derecho al voto a los negros y la imposición de la segregación”. El movimiento de los derechos civiles, que devolvió la representación cívica a los afroamericanos, tiene su continuación en la presidencia de Obama o en la lucha de personajes cruciales como Stacey Abrams, que ha logrado que cambien las tornas en Georgia; pero nunca ha dejado de encontrar una resistencia por parte de aquellos que niegan la igualdad. Utilizando como pretexto un imaginario fraude electoral, el asalto contra el Capitolio del miércoles forma parte de este largo combate.

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Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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