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LA COLUMNA
Columna
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La política contra el Estado

Nuestra historia hasta finales del siglo XX podía contarse como un logro en lo relativo a la construcción de un Estado de derecho. No ha ocurrido lo mismo con la formación de la clase política, que ha reproducido las pautas que acabaron por asfixiar al mismo Estado en el pasado

Se acaba el curso, la clase política se tomará sus vacaciones y tal vez el Estado pueda darse un respiro. Porque el resumen de lo que nos está ocurriendo de un tiempo a esta parte es que aquel Estado que a finales del siglo XX parecía un logro histórico ha entrado, en lo que llevamos de siglo XXI, en una carrera hacia su desmantelamiento y liquidación. Y no es solo el mercado el que anima y empuja esa carrera, es también la política; o por decirlo en plural, no son los mercados, son los políticos.

Estado es hoy, sobre todo, administración de recursos públicos, por más que quienes siguen alimentando el mito romántico de la soberanía de los pueblos gusten de echar sobre sus espaldas misiones históricas. Los Estados no tienen más misión que garantizar los derechos individuales, cívicos y sociales de los ciudadanos. Y la política o el sistema de la política no debía tener otra función que equipar al Estado con los medios necesarios para que esa garantía sea efectiva: libertad, seguridad, educación, sanidad, servicios públicos, administración de justicia, en eso se resume el Estado.

Repetir este lugar común a estas alturas del curso carecería de sentido si no fuera porque lo primero en que este gobierno se ha aplicado para romper el vicioso círculo del derrumbe económico es liquidar el Estado montando una ofensiva en toda regla contra la función pública, como si fueran el número o las retribuciones de sus asalariados la causa de la crisis. Reducción de empleo público en todos los servicios y rebaja de salarios a todos los funcionarios son las medidas tomadas —antes que la persecución del fraude fiscal en sus múltiples variedades, por ejemplo— para equilibrar unos presupuestos que no han sido precisamente esos funcionarios, con sueldos que no llegan tantas veces ni a dos mil euros, los culpables de desequilibrar.

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Es imposible que el Estado siga cumpliendo la principal función que legitima su existencia si esta ofensiva contra los que mantienen vivos sus servicios y su administración no se detiene y no se revierte. Hay que repetirlo: ni el Estado español está sobredimensionado en los servicios que presta a los ciudadanos ni en el personal que los atiende, ni el ataque lanzado desde la política contra ese Estado va a sacarnos de la crisis. Lo que al final se conseguirá será un imparable deterioro del sector público, en calidad humana y en servicios, que tardará décadas en repararse: el logro de finales del siglo XX se habrá convertido en la ruina del XXI.

Pero aquel Estado podía también presentar como un logro el relativo equilibrio, alcanzado por vez primera de manera estable, entre los principios de libertad individual y autonomía territorial, fundamentales piezas de nuestro sistema democrático. Y es curioso, y decepcionante, que el presidente de la Generalitat haya vinculado internamente —es ahora o nunca la desconfianza con la que el mundo mira a España con la oportunidad que se presenta a Cataluña para afirmarse como país. Decepcionante porque es como la noria de una historia que tuvo en la guerra civil, con el mundo mirando a España no con desconfianza sino con horror, un antecedente heroico cuando Cataluña —en realidad, su gobierno— intentó una paz separada ofreciendo su territorio a la colonial tutela francobritánica.

Lamentablemente, si nuestra reciente historia hasta finales del siglo XX podía contarse como un logro en lo que se refería a la construcción de un Estado social, autonómico y democrático de derecho, no ha ocurrido lo mismo con la formación de una clase política que ha reproducido las pautas de particularismo, clientelismo y corrupción que acabaron por asfixiar en tiempos pasados al mismo Estado. El desmantelamiento de los servicios públicos por esta ofensiva contra los funcionarios y el clamor del “sálvese quien pueda” que ha surgido del Parlament de Cataluña en la peor semana —hasta ahora— de esta interminable crisis, prueban bien el déficit de lealtad al Estado de una clase política incapaz de mirar más allá de sus intereses inmediatos.

Y para remate de este aciago curso, el ministro de Justicia no tiene mejor ocurrencia que reafirmar el derecho al nacimiento de los fetos con graves malformaciones genéticas. Y esto no es solo un ataque frontal desde la política al Estado; esto es una entrega al fanatismo y al oscurantismo religioso, la más devastadora de nuestras tradiciones históricas, la que cuenta entre sus mayores éxitos haber impedido durante cerca de dos siglos la construcción de un Estado de derecho.

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