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Cuando el pop eclipsa al rock

La ambiciosa historia de la música popular de Bob Stanley, teclista de Saint Etienne, celebra a grupos como los Bee Gees y reprende a Led Zeppelin

Diego A. Manrique
Los Bee Gees en una imagen de 2003
Los Bee Gees en una imagen de 2003 ZUMAPRESS.COM

Fue así: escribiendo en The Guardian, Bob Stanley lamentó que no hubiera nadie capaz de intentar desarrollar una historia del pop en un solo volumen. Y una editorial decidió que ese era un trabajo perfecto para Stanley. Ayudaba su doble militancia: desde 1990 toca con el elegante trío Saint Etienne; regularmente, ejerce de periodista musical en revistas y diarios. Su libro ya está disponible en español: Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno (Turner).

Conviene avisar de que, a pesar de ocupar 745 páginas, el autor solo llega a cubrir unos cincuenta años. Comienza con la irrupción de Bill Haley y sus Comets; termina cuando la música se desmaterializa vía Internet y las listas de ventas dejan de ser fiables, al ser manipuladas rutinariamente por los departamentos de marketing.

Algo más que un crítico

Periodista, músico y coleccionista, Bob Stanley (1964, Gorshan) ejerce como crítico de en publicaciones como The Guardian y The Times desde hace 12 años. Su primer artículo se publicó en el fanzine Pop Avalanche, en 1986; luego pasó escribir en el semanario New Musical Express.

Ha sido disc-jockey, propietario de una discográfica y teclista del grupo Saint Etienne. Actualmente, el inglés vive en Londres y posee una de las mayores colecciones de discos de vinilo del mundo.

La importancia que Stanley otorga a las listas nos da pistas sobre su planteamiento estético. En 1969, cuando el pop adquirió cierto sentido de su propia historia, se materializaron dos líneas críticas. El londinense Nik Cohn, con su famoso libro Awopbopaloobop Alopbamboom, defendía la frivolidad del pop, las emociones elementales que proporcionaba, la desvergüenza de sus responsables. Ese mismo año se publicó Rock And Roll Will Stand, una antología recopilada por el estadounidense Greil Marcus, representante de una escuela que estudiaba el rock con extrema seriedad, como música integrada en una contracultura que pretendía nada menos que cambiar el mundo.

Evidentemente, Bob Stanley es un alumno erudito de Nik Cohn, al que cita varias veces; únicamente se menciona a Marcus en la bibliografía final. Aunque los dardos de Stanley no van dirigidos tanto contra los intelectuales del rock como a su versión fundamentalista, ese rockismo que atribuye superioridad intrínseca al elepé, al músico con pretensiones artísticas, a la autenticidad.

Un concepto resbaladizo ese de la “autenticidad”. Es muy posible que la escasa simpatía de Stanley por Led Zeppelin derive no tanto de sus reconocidos plagios como de su negativa a publicar singles en el Reino Unido, lo que equivalía a despreciar el potencial democrático de las listas. Entrar allí suponía la confirmación de que se juega en la primera división del pop; Stanley realiza acrobacias para justificar la presencia en su libro de grupos rechazados en su tiempo, como The Velvet Underground. Sin olvidar a The Smiths que, marginados en la BBC por indies, nunca llegaron al número uno en su país.

Stanley es un creyente. Un creyente que hace apostolado. No hay aquí margen para paladares irónicos o el concepto del “placer culpable”. Los Bee Gees son ensalzados por su extraordinaria racha creativa durante los sesenta y por su dominio de las ventas en la década siguiente. “Desde Elvis, ningún otro artista había fundido influencias blancas y negras de modo más satisfactorio”, dice.

Jimmy Page toca la guitarra de dos mástiles con Led Zeppelin.
Jimmy Page toca la guitarra de dos mástiles con Led Zeppelin.Robert Knight Archive (Redferns)

Contadas por Stanley, las semblanzas clásicas del pop suenan frescas; sus narraciones pivotan sobre escuchas atentas y datos poco conocidos. Suele establecer paralelismos inesperados: igual que Elvis con su Memphis Mafia, en 1965 Bob Dylan se movía escoltado por “una recua de modernillos sofisticados que no se quitaban las gafas de sol ni para la ducha”, unos “perros falderos que le reían las gracias como lacayos”.

Cuando se trata de músicas que ama particularmente, Stanley hace filigranas: las doce páginas que dedica al pop del Brill Building neoyorquino son sencillamente magistrales, desde el perfil del capataz de aquella plantación de compositores, Don Kirshner, a la noche en que Carole King se niega a acudir al estreno de ¡Qué noche la de aquel día!, intuyendo (acertadamente) que los Beatles van a acabar con su posición de preeminencia.

Como fan apasionado, Stanley tampoco esconde sus fobias. Cada vez que menciona a Eric Clapton, lo hace de modo despectivo. Sugiere también que urge salir corriendo ante cantantes que citan a Lorca o Rimbaud: es “mero atrezo”, una manera de afirmar “tomadme en serio”. Para él, la verdadera diosa surgida del mundillo punk neoyorquino sería Debbie Harry, no Patti Smith.

Y se emplea a fondo contra los Rolling Stones. Repite el tópico de que su concierto de Altamont fue “la tumba del sueño pop de la década de los 60”, menospreciando la devastadora revelación de las actividades de Charles Manson y su Familia, ocurrida por esas mismas fechas. Los Stones, añade, son “responsables indirectos de algunos de los peores aspectos del pop moderno”: su “pasotismo displicente” ha servido para “justificar la apatía, el tedio y la puerilidad de centenares de bandas, de los Doors en adelante”.

Advierto que cuesta buscar esas estocadas en la edición española de Yeah! Yeah! Yeah!. Se han eliminado las fotos que abrían cada capítulo, el índice onomástico, buena parte de las fascinantes notas a pie de página, los cuadros estadísticos y hasta párrafos enteros. Muy extraño que ocurra esto con un libro consagrado al pop: lo de poner obstáculos es algo muy rock.

Un mundo bipolar

Bob Stanley describe la evolución del pop como un combate mano a mano entre Estados Unidos e Inglaterra (solo si resulta estrictamente necesario habla de Gales, Escocia o Irlanda). Es consciente del chovinismo que alimentó fenómenos como el britpop, "un ejercicio colectivo de voluntad de poder, tanto por parte de la prensa musical como de los grupos adheridos a la corriente".

Por lo tanto, el resto del mundo solo existe si tiene reflejo en la música británica: se menciona al krautrock, el "sonido Múnich" de Giorgio Moroder, las chicas yeyés francesas y el house italiano; Abba y Jamaica tienen sendos capítulos.

Por el contrario, se le escapa la presencia de lo latino en la música estadounidense. La bossa nova marcó buena parte del pop de los sesenta. Y el elemento afrocubano siempre ha estado allí, con picos de visibilidad como el bugalú o el latin rock de Santana y compañía.

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