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Hayek, Pinochet y algún otro más

Escribía hace unos días uno de nuestros más prestigiosos y eminentes liberales, el profesor Rodríguez Braun, un nuevo artículo en este diario, al que suele considerar como un reducto de antiliberales y dogmáticos, comentando una pintada que igualaba a Hayek con el dictador chileno. Naturalmente, no me voy a hacer eco del simplismo literal que comporta toda pintada, pero sí quisiera hacer algunos comentarios al hilo de sus opiniones sobre la misma. En primer lugar, me permito traer a colación una cita de J. Vallier (Liberalismo económico, desigualdades sociales y pobreza en los países subdesarrollados. Cuadernos de Economía, Universidad Nacional de Colombia, número 21, 1994, página 47). Recuerda este autor unas declaraciones de Hayek a El Mercurio (12-4-1981) en las que dijo: "Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un Gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente". Creo que no son precisos más comentarios, aunque volveré más abajo sobre la preminencia del liberalismo sobre la misma democracia.

En segundo lugar, me gustaría señalar que, en mi modestísima opinión, el hecho de que Milton Friedman haya asesorado a dos dictaduras, o a más, en lugar de a una sola no cambia para nada la principal. A saber, que sus propuestas fueron muy bien atendidas por los militares chilenos y que hoy día es un hecho histórico irrefutable que las políticas dimanantes de ellas provocaron un deterioro brutal de la distribución, de la renta, un privilegio extraordinario de los sectores más adinerados y, al mismo tiempo, una gran crisis económica, pues el liberalismo asumido con la disciplina que cabía esperar de la milicia no sirvió sino para empeorar los desequilibrios de la economía chilena. Se alcanzaron tasas de crecimiento muy elevadas, pero a costa de un enorme endeudamiento. La revista The Banker (volumen 133, número 684, febrero 1983, páginas 69-70) reconocía, bajo un significativo título (Chili: Goodbye Chicago), lo que a la postre había generado la privatización a ultranza: "El sector privado es ahora responsable de un 64% del total de la deuda exterior". La inflación, de cuyo control inicial se ufanaron los liberales, había subido al 31,2% en 1980 (A. Foxley, Experimentos neoliberales en América Latina. Colección Estudios Cieplan, número 59, 1982).

En tercer lugar, me gustaría señalar que me parece completamente injusto y sectario mencionar al "desastroso Gobierno de Salvador Allende" sin traer a colación el papel jugado por el Gobierno de Estados Unidos y por otras instituciones internacionales. Y es injusto y malévolo olvidarlo porque su permanente injerencia, sus prácticas desestabilizadoras, sus continuas actividades de amenaza y boicot deberían contrastar con el discurso de respeto a la libertad que con tanto ahínco mantienen los neoliberales. ¿Qué sentido de la libertad y el liberalismo los invistió de poder para actuar de manera tan antidemocrática frente a un Gobierno legítimamente constituido?

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En cuarto lugar, es necesario advertir de otro error de apreciación en el artículo de Rodriguez Braun cuando viene a equiparar libertad de mercado y libertad en general. Me temo que la historia nos muestra las cosas de una forma algo más compleja. ¿Es necesario advertir de tantos gobiernos que al mismo tiempo que liquidan la libertad reivindican el liberalismo de mercado?, ¿todavía hay que destacar que el discurso de los poderosos y de quienes tienen los mayores privilegios en nuestro mundo es siempre e inequívocamente el liberal?, ¿es todavía necesario constatar que los países que más han avanzado en el respeto a la libertad y la democracia no han sido los que han llevado más lejos la economía de mercado en su sentido más lato, sino los que han sabido generar un marco de regulación que limite, precisamente, los evidentes efectos perversos del mercado?

Quisiera, pues, terminar señalando lo que hoy día es mucho más que una evidencia en el plano de la retórica y en el plano de la política y la economía. La defensa del liberalismo entendido como régimen que privilegia las relaciones de mercado de forma absoluta no sólo no implica la defensa de la democracia, sino que incluso puede consistir generalmente en subordinar a esta misma. Un joven y recientemente laureado economista español, X. Sala, declaraba a este mismo diario, con motivo de recibir el Premio Juan Carlos I de Economía, que "la falta de libertad política no es mala para el crecimiento económico... La democracia es un bien de lujo..." (EL PAÍS, 19-1-98). En realidad, no descubría nada nuevo. Como ha escrito L.Thurow en El futuro del Capitalismo, el problema es que "el capitalismo es perfectamente compatible con la esclavitud ... La democracia, no".

Para entender, pues, lo que significa la retórica de la libertad en el liberalismo es preciso echar abajo un velo y descubrir que la libertad a la que se hace referencia no admite otra adjetivación de la naturaleza humana que no sea la económica. Pero, sin contemplar otro ser que no sea el homo oeconomicus, y limitando el campo de la elección humana a la que tiene que ver tan sólo con la producción y el consumo de mercancías, la libertad que se reclama es tan parcial y tan pobre como el individuo mercantilizado al que conforma.

En la concepción liberal no se procura más momento de libertad que el del intercambio, no se precisa más democracia que la que garantiza que éste se lleve a cabo. Lo que equivale a decir que en el orden liberal, la libertad y la democracia no son valores de rango universal ni aspiraciones preferentes de los seres humanos. De hecho, quienes queden fuera del cambio mercantil no disfrutarán de la libertad liberal pues ésta es un derecho, en consecuencia, vinculado tan sólo a la condición mercantil. Pero como ésta se constituye, por definición, a partir de un reparto desigual de derechos, recursos y poderes, resulta que la libertad liberal no puede ser otra que la libertad desigual, la que no tiene más proyecto que salvaguardar el orden de privilegios sobre el que se asientan los mercados capitalistas.

Ocurre sencillamente que, en el discurso neoliberal, el mercado se convierte en el catalizador inexorable de las relaciones sociales que quieran resolverse en libertad, y eso no puede llevar sino a instituir un concepto empobrecedor y empobrecido de la misma -la que sólo se concibe como ausencia de coerción en el comercio- como condición primera de la felicidad humana. De esa forma, el Estado, la política..., la democracia, no son sino simples excrecencias.

En suma, es cierto que igualar mecánicamente a Hayek y los neoliberales con Pinochet es un simplismo injusto. A aquéllos les basta el mercado, mientras que al dictador chileno le bastaron las armas. Sin embargo, tampoco puede olvidarse que, en puridad, a ambos les sobra la democracia.

Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga.

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